

Los medicamentos biosimilares son versiones de biológicos originales que, tras rigurosos estudios, demuestran equivalencia en eficacia, calidad y seguridad. Representan una de las herramientas más potentes para democratizar terapias que, de otro modo, quedarían restringidas por su elevado costo. Pero esa promesa no está exenta de interrogantes: la regulación, la negociación de precios, la disponibilidad en los sistemas públicos y la capacidad de producción nacional son variables que pueden condicionar su impacto real.
La aprobación en Argentina del primer biosimilar de agalsidasa beta, utilizado en la enfermedad de Fabry, marca un hito científico y productivo. El desarrollo de Biosidus convierte al país en el tercero en el mundo en alcanzar este logro. No obstante, el dato más relevante no es solo la innovación, sino si este producto logrará revertir la brecha actual entre quienes están diagnosticados (alrededor de 1.200 a 1.500 personas) y quienes efectivamente reciben tratamiento (unos 600 pacientes). La sostenibilidad no se mide solo en ahorro macroeconómico, sino en acceso concreto.
A nivel internacional, los biosimilares demostraron capacidad de reducir costos. En Europa, se estima que el ahorro acumulado alcanzó los 56.000 millones de euros. En Estados Unidos, las proyecciones hablan de más de 100.000 millones de dólares entre 2020 y 2024. Pero estos números, impactantes en términos de finanzas públicas, conviven con otra realidad: la introducción de biosimilares no siempre garantiza una distribución equitativa ni la eliminación de barreras de acceso. La negociación de precios, las trabas regulatorias, los intereses de la industria y las diferencias entre sistemas de salud nacionales pueden limitar el efecto democratizador que se les atribuye.
El caso del biosimilar para la enfermedad de Fabry plantea algunos interrogantes: cómo garantizar que el desarrollo de un biosimilar para una enfermedad poco frecuente no quede como un logro aislado, sino como parte de una política sostenida de innovación y acceso. En un escenario donde las enfermedades raras suelen estar asociadas a medicamentos de altísimo costo, cada avance local abre una ventana de equidad.
Los biosimilares, además de una innovación tecnológica, son un campo de disputa donde confluyen intereses económicos, científicos y sociales y plantean el desafío de garantizar que su potencial de ahorro y accesibilidad se traduzca en un derecho efectivo para todos los pacientes.