El agotamiento crónico del personal de salud dejó de ser un problema individual para convertirse en un factor estructural que compromete el funcionamiento de los sistemas sanitarios. La combinación de sobrecarga laboral, escasez de profesionales y creciente demanda diagnóstica configura un escenario que impacta tanto en la calidad de atención como en la sostenibilidad del sistema.
Las proyecciones de la Association of American Medical Colleges anticipan que hacia 2033 Estados Unidos podría enfrentar un déficit de entre 17.000 y 42.000 radiólogos, patólogos y psiquiatras. El dato no es aislado ni exclusivo de ese país. Se inscribe en una tendencia global: mientras los estudios por imágenes crecen a un ritmo cercano al 5% anual, las vacantes de formación especializada avanzan apenas un 2%. La brecha entre demanda y disponibilidad de recursos humanos se amplía año tras año.
Este desajuste tiene consecuencias directas. Más pacientes, más estudios y mayor presión por diagnósticos rápidos y precisos, con menos profesionales para sostener esa carga. El resultado es un entorno laboral marcado por la fatiga, el riesgo de errores, la pérdida de calidad de vida y, en muchos casos, el abandono de la práctica clínica. El burnout deja así de ser una categoría subjetiva para convertirse en una amenaza concreta para la capacidad de respuesta del sistema de salud.
Durante años, la discusión sobre el agotamiento profesional se centró en la responsabilidad individual: gestión del estrés, resiliencia personal, autocuidado. Sin embargo, la evidencia muestra que ese enfoque resulta insuficiente. El problema no reside únicamente en las personas, sino en la forma en que están diseñados los procesos de trabajo, las cargas operativas, los flujos de atención y la incorporación -muchas veces desordenada- de nuevas tecnologías.
En ese marco, gana relevancia el debate sobre cómo reorganizar el trabajo sanitario y qué tipo de innovación tecnológica se necesita. La digitalización, la automatización de procesos y la inteligencia artificial aplicada al diagnóstico aparecen como herramientas con potencial para aliviar la presión cotidiana, siempre que su implementación esté orientada a apoyar al profesional y no a intensificar la exigencia.
Entre los aportes más señalados de estas tecnologías se destacan la reducción de tiempos en la detección y el diagnóstico, la automatización de tareas administrativas repetitivas, una gestión más eficiente de los datos clínicos y la disminución de reprocesos asociados al cansancio. También permiten ordenar flujos de trabajo y reducir la carga cognitiva, liberando tiempo y atención para la toma de decisiones clínicas y el vínculo con los pacientes.
Desde el sector tecnológico advierten que la innovación sin una mirada humana puede profundizar el problema. «Invertir en tecnología sin pensar en las personas equivale a ignorar el riesgo más grave: que el cuerpo médico termine exhausto y el sistema se quede quieto», señala Mario Amadio, director general de Siemens Healthineers para Argentina. Y agrega: «La modernización diagnóstica y terapéutica tiene que ir acompañada de humanidad y de respeto por quienes sostienen la salud todos los días».
Poner el burnout del personal de salud en el centro de la agenda es un tema. Porque la capacidad de los sistemas sanitarios para responder a las necesidades de la población depende, en gran medida, de que quienes trabajan en ellos puedan hacerlo en condiciones dignas, con equilibrio y sin pagar con su propia salud el costo de cuidar a otros.